viernes, 24 de diciembre de 2010

Sueña


Tenía siete años y contemplaba el ir y venir de la sociedad con la perspectiva que sólo reside en la inocencia infantil.
Creía en Papá Noel, el Ratoncito Pérez y - ¿por qué no?- también en las hadas y los dragones. Tenía muy claro que algún día viviría en uno de esos grandes y lujosos castillos, con una de esas altas e imponentes torres, custodiada por uno de esos malvados dragones escupefuego. Sabía que uno de esos jóvenes y apuestos príncipes – con un intelecto digno de mención, aunque aparentemente cuestionable- iría en su busca, absolutamente enamorado de ella – aun sin haberla visto antes-, para rescatarla, y ambos partirían hacia ricas tierras lejanas montados en uno de esos blancos corceles - sin siquiera algo de agua en las alforjas-.
También pensaba que en Navidad un espíritu invisible eliminaba los rencores existentes antes de la época entre la familia; que se sentaban a la mesa y que las sonrisas no eran falsas, sino sinceras- a pesar de que habían abjurado unos de los otros en marzo, julio, o noviembre-. Daba por sentado, a su vez, que aquello que se palpaba en el ambiente era el halo de la más absoluta felicidad – y no de las tensiones subyacentes.
-¿Quieres que te lea el futuro?- preguntó un compañero de su clase.
-¡Claro!- contestó, ilusionada. Por fin iba a confirmar sus sueños. Un palacio, una torre, un dragón y un príncipe encantador. Sabía que lo lograría.
-Pues enséñame la palma de la mano- cuando ella lo hizo, el muchacho continuó-. Veo una casa grande -¡Una casa grande! Sus sueños se empezaban a cumplir -, y también… también veo una piscina-¿Una piscina? Bueno, bien podía ser un lago. Mejor, así su príncipe tendría un monstruo más al que vencer-. ¿Quieres verla?
Ella asintió. ¿Qué extraña magia poseería aquel chiquillo?
Entonces el niño escupió en la palma abierta de la niña alejándose corriendo y riendo con los demás.

viernes, 6 de agosto de 2010

Le dijo el lobo al hombre





-¿Por qué ese silencio? ¿Por qué esa solemnidad a la hora de arrebatar la vida?-preguntó el hombre al lobo.
-¿Y por qué gritar tanto cuando puedes hacer uso de la discreción?- preguntó a su vez el lobo, a modo de respuesta.
El hombre calló, pensativo ante aquel dilema. Finalmente habló.
-Porque queremos pensar que somos más fuertes que el enemigo. Y necesitamos una respuesta. Un gemido, un sollozo, otro grito. Un insulto. Lo que sea, con tal de saber que piensan que podemos hacerles frente con creces.
>>En cambio, tú aúllas a la luna. ¿Te ha contestado alguna vez, lico? - añadió, con una sonrisa burlona.
El lobo se irguió, enseñando los dientes. Amenazador.
-Yo amo a la luna.
-¿Y por qué amar a alguien que jamás te corresponderá?- preguntó el hombre.
Ahora fue el lobo quien rio.
-Porque la búsqueda de afecto y la lucha por amor son la razón de la existencia del alma mortal.

Insultos

-Maldita hija de puta...-siseó él, furioso.
Ella, inalterable, contestó con su calma habitual.
-De hecho,no lo soy. Sé muy bien lo que fue e hizo mi progenitora y, por tanto, lo que yo misma soy, a diferencia de ti, por lo que acabo de comprobar. Y a pesar de tu evidente ignorancia, te has atrevido a proferir insulto semejante a mi persona, arriesgándote a mermar su efecto- hizo una pausa para retirar unas migas de la mesa-, consiguiéndolo,desde luego. No esperarás, por tanto, que halle dolor o molestia alguna en tus blasfemias conociendo la falsedad que hay en ellas y lo poco fieles que son a la realidad.
Y dicho esto, se levantó y, recogiendo su sombrero, se marchó, dejándolo a él atónito, sin dar crédito aún a la escena ocurrida.

domingo, 27 de junio de 2010

La presa


Nada más poner un pie en el andén, me veo sumergida en una marea de gente que me arrastra hacia la salida.
Una vez fuera, contemplo a la exhuberante cantidad de gente propulsarse fuera de la boca del Metro, asimilando a una vomitoria de un antiguo anfiteatro romano.
Independiente ya de aquel conjunto, comienzo a caminar.
Tengo que llegar.
Paso al lado de un ángel caído de tez grisácea y alas muertas. Saludo, pero él me ignora, está clamando furioso al cielo mientras intenta mantener la dignidad cuando de algún punto cercano a sus extremidades comienza a salir agua.
Continúo mi camino. Durante mi paseo percibo a gente que ansía colorear las rosas cmo si se tratasen de los naipes jardineros del País de las Maravillas. No entienden que han perdido su brillo, no pueden devolvérselo.
No lo entienden.
Unas rosas vivas. Otras muertas. Rojas, blancas, rosas. Negras. Son las consecuencias de lo intocable.
Salgo de aquel laberinto.
Porque tengo que llegar.
Dejo de caminar, y comienzo a correr. Esquivo cada obstáculo que se interpone en mi camino, cada persona que habla, interrumpiendo mis pensamientos, es callada por un sentimiento aún mayor.
Urgencia.
La necesidad de una nueva presa me seca la garganta, me enfría el sudor, agiliza mis pies. Hace que me mueva más y más rápido.
Me introduzco en el verdor, nadie reparará en mi presencia aquí.
Deslizándome entre las sombras del baile de fuego y lazos, beso a una sirena y me zambullo en un estanque de carpas y recuerdos.
Porque lo he visto. He visto a mi presa.
Y tengo que llegar. Cuanto antes mejor.
Descansa tranquila, mi presa. Reposa su cuerpo en un banco de madera más que podrida.
Soy invisible. Hay demasiada gente, demasiados pensamientos. Por ello, nadie repara en mí. Sigilosa, me acerco a mi presa. El mundo permanece impasible.
Me abalanzo sobre mi presa, atrapándola entre mis manos.
Entonces corro.
Sin parar. Sin mirar atrás.
Y cuando me cercioro de que nadie ha contemplado mi cacería, sólo entonces, me permito deleitarme con mi reciente adquisición.
Deslizo mis dedos por su lomo. Cierro los ojos y noto el relieve de sus letras doradas. Maravillada, paso las páginas. Una tras otra. Hasta que no quedan más páginas por leer.
Oculta tras las ramas del sauce que se apiada de mi soledad, sonrío.
Porque no estoy sola. Los tengo a ellos.
Devoralibros, me llaman.

Una batalla singular


La sangre cae del cielo y se derrama por mi rostro.
El suelo resbala con la lluvia propia del campo de batalla; mi armadura es tan ligera...
Parsimonioso, recojo una espada del suelo, y la agarro por el filo, sintiendo, de nuevo, la tibieza de la lluvia deslizándose por mi mano. Levanto la cabeza y veo como un soldado se acerca a mí, lentamente, sin gritar, lanza en ristre. Lo esquivo con tranquilidad y hundo la empuñadura de mi espada en su corazón.
No se queja.
No grita.
Tan sólo me mira, calla y muere.
Porque eso es lo que caracteriza a un campo de batalla.
El silencio.
No hay gritos de guerra, no hay alaridos de dolor. Los caballos no relinchan. No resoplan.
Lo único que se escucha es el metal contra metal tarareando una canción de sangre y muerte, y el sonido de los cuerpos, desprovistos de vida ya, cayendo al suelo.
El último estandarte enemigo cae, con lentitud, al suelo, levantando tal nube de polvo que hace que los que quedamos en pie tengamos que tumbarnos en el suelo.
Hemos ganado.
Poco a poco, nos vamos levantando.
Uno a uno, y recogiendo los cuerpos amigos que encontramos, iniciamos el camino de regreso a casa.
Hemos ganado.
El retorno se hace, para no variar, en silencio. No hay nada que comentar, tan sólo venimos de una guerra más.
Cuando las puertas de la ciudad se abren sólo para nosotros, iniciamos nuestra “entrada de triunfo”.
Como siempre, al vernos, los hombres, llenos de dolor, rompen a llorar; las mujeres, con rostro de consternación, los envuelven en un abrazo consolador.
Cuando llegan los cuerpos de los difuntos en batalla, los hombres dejan de llorar, las mujeres sonríen y todos estallan en vítores.
Ésta era, al fin y al cabo, una guerra más

domingo, 16 de mayo de 2010

Promesas vacías


-¿Por qué me haces esto? No…No te vayas- su voz se desgarra en un sollozo. Y sin embargo te vas. Cierras los ojos, levantas un muro a tu alrededor y te colocas una máscara, pintando una expresión de gélido escepticismo en tu rostro.
-No te vayas, por favor. Sin ti, yo…-su súplica queda ahogada por el ruido sordo de un portazo.
Y dejas su llanto atrás.
Su voz.
Su miedo.
Y comienzas a caminar, te alejas de aquella casa.
Te alejas de de ella.
Tan sólo caminas, un paso hacia delante, y otro más. Cada vez más deprisa, hasta que comienzas a correr. Cada vez más rápido.
Te paras en seco. Miras a tu alrededor. Te encuentras en pleno centro de la ciudad. ¿Cómo has llegado aquí? Exhausto, te apartas un mechón de cabello de la cara. Tus dedos se humedecen.
¿Son lágrimas? No. Está lloviendo. Tú nunca lloras, ¿no? O tal vez sea una mezcla de ambas. Lágrimas y lluvia: curiosa combinación.
La gente, ocupada en que sus conversaciones telefónicas queden bajo sus paraguas, parece completamente aislada de otro mundo que no sea el propio ego. Ajenas a tu desdichada situación.
Y es entonces cuando te das cuenta de lo presente que está el egoísmo en el mundo. De cuán cínica y frívola es la sociedad.
Y es entonces cuando decides volver.
Das media vuelta y, de nuevo, comienzas a caminar. Te alejas de aquellas personas. Te alejas de la hipocresía de las luces que adornan la ciudad.
Cada vez más rápido, hasta que comienzas a correr.
Jadeando por la falta de oxígeno y temblando torpemente, logras introducir la llave en la cerradura. Susurras su nombre, mas no hay respuesta. Lo gritas, y no contesta nadie. Comienzas a buscar. No se puede haber ido… ¿no? Te ha dicho más de una vez que lo eras todo para ella, que no se imaginaba una vida sin ti. Y aunque tu siempre le contestabas lo mismo, ella parecía decirlo con sinceridad. ¿Tan poco te había esperado?
Un detalle te llama la atención. Hay algo tirado en el suelo. Te acercas. Es una bota.
Sientes un escalofrío horrible. Es un mal presentimiento. Porque detrás de la bota se encuentra la otra, y luego las medias, el vestido y la ropa interior. También encuentras la pulsera que le regalaste por el primer aniversario, el reloj, la alianza y los pendientes. ¿Dónde demonios está?
Otro escalofrío. Muchísimo más fuerte que el anterior. Comienzas a correr hacia el cuarto de baño. Ni siquiera enciendes la luz del pasillo. Nada más entrar resbalas, y caes estrepitosamente al suelo. Un olor dulzón y metálico inunda el ambiente.
Resollando, te consigues levantar. Y temblando, aprietas el interruptor.
-¡Maldita sea! ¡¡¡SARAH!!!- sin pensarlo dos veces, te arrojas a la bañera, ignorando el color carmesí que ha adquirido el agua, ignorando la palidez mortal de su cuerpo, la frialdad inhumana de sus manos al rozarla. Los ojos completamente carentes de vida que miran sin mirar.
Sollozando, y maldiciendo tu existencia, comprendes que cuando ella decía que se negaba a vivir sin ti, realmente no mentía. Y comprendes, deseando morir, que cuando tú habías contestado, jamás lo dijiste en serio.

sábado, 3 de abril de 2010


¿Lloras?
¿Ríes?
Cualquiera lo descubre.
Tibias lágrimas surcan tu rostro y hielan tus mejillas. Sin embargo, una cálida sonrisa ilumina esa tristeza; una risa sincera, cantarina.
¿Lloras?
Tus cabellos de plata danzan al son de una brisa que tararean tus recuerdos.
Sin embargo, no se mueven. ¿Es posible? No encuentro la respuesta.
Los bajos de tu vestido parecen arrastrar dolor, adherido al barro que ensucia la tela. ¿Es terciopelo? ¿O tal vez seda? No soy capaz de recordarlo. Te pareces tanto a ti; y a la vez, estás tan lejos de captar tu esencia…
La colorida imagen del sonrojo de tus mejillas desborda los hilos de mi conciencia. Ese color parece tan lejano ahora. El ardor que albergaban tus grandes ojos negros ha tornado en gélida seriedad. Níveas son ahora tus pupilas, y fríos como el hielo tus labios, que antaño desprendían tanto calor.
Rodeo tu cintura con mis brazos, pero ahora tu cuerpo no se amolda al mío con tanta facilidad. Tu dureza impertérrita se me clava en el corazón.
¿Cómo ha llegado a pasar esto?
Dicen que yaces bajo mis pies, pero no siento tus cabellos enredarse en mis tobillos. Me arrodillo, y palpo con mis manos congeladas el barro que en su día manchó tu vestido.
Y lo leo. Epitafio, lo llaman. Siento el mundo resquebrajarse. Ansío morir, estar a tu lado. Como antaño solía.
“Sit tibi terra levis”

viernes, 19 de febrero de 2010

Rosas y recuerdos


Calla. Calla. Calla ¡CALLA!
Corre. Corre. Corre. ¡CORRE!
Las voces del viento susurran tu regreso, susurran tu ausencia. No me dejan pensar.
Las hojas trazan un sinuoso, a la par que violento baile en torno a mí. La lluvia cae y mis pies se hunden en el barro cada vez que mi calzado roza el suelo. El cielo es un triste espectáculo gris nubloso. La niebla acaricia mis pies otorgándole a la escena un interesante tono tétrico. Me cuesta tanto avanzar…
Siento un dolor punzante en la planta del pie, enseguida bañada por la calidez metálica de la sangre. La niebla se disipa y dirijo la mirada al suelo. Estoy descalza. ¿Cuándo he perdido mis zapatos? Ya no hay barro. Ya no hay niebla. Ya no hay suelo. Ahora hay rosas. Sólo rosas. Rosas blancas. Bellas y traicioneras. Sus espinas laceran mis pies sin piedad, mientras abren sus impolutos pétalos, dándome a entender su superioridad en hermosura. Mi vestido hace rato que ha dejado de ser blanco, para tornarse marrón sucio. Las hojas y el viento se han enseñado con mis cabellos haciendo que parezcan un amasijo de llamas rojizas.
Corre. Corre. Corre. ¡CORRE!
Calla. Calla. Calla. ¡CALLA!
Continúo corriendo, ignorando las espinas que se clavan en mis sangrantes pies a cada paso, siguiendo la senda de rosas blancas que ha aparecido ante mí, haciendo desaparecer todo lo demás; la senda que me conducirá a un destino conocido. Conozco el vinal del sendero. “Recuerdo” el final del sendero. Una hermosa casa. Un hermoso rostro. Una hermosa sonrisa. Un hermoso recuerdo. Y, desde luego, una probable desilusión.
Y cuando el sabor dulzón de la traición acaricie mi corazón, el fuego de mi cabello incendiará mi cuerpo, y las cenizas de mi cuerpo adornarán aquel jardín. Y un nuevo rosal surgirá, para guiar a otra alma traicionada, haciendo que mi recuerdo perdure para siempre.

domingo, 14 de febrero de 2010

Longevidad



-¡Ya basta!Es suficiente- susurró con suavidad. Apartó la mano del pomo de su espada y se retiró con ella un mechón de pelo de la cara-. Es todo tan confuso. Es todo tan... extraño. ¿Cómo podría explicarlo yo? ¿A quién se lo voy a explicar? ¿Acaso a ti? Tú, que has vivido esto durante más de ochocientos años; tú, que has sufrido más traiciones de las que puedes contar. Tú, a quien los dioses bendijeron con la longevidad y maldijeron con el recuerdo y el dolor. ¿A cuántos has perdido, Naxtlor? ¿A cien?¿Quinientos? ¿Tal vez mil? Dicen que la inmortalidad es un don entregado a pocos elegidos, seres de gran poder. Dicen que es un regalo de los dioses, poder vivir casi tanto como ellos.Pero también hay quien dice que es una maldición. Ver morir a tus seres queridos, a aquellos seres a los que has amado durante una significativa parte de tu penosa existencia. Seres por los que habrías sido capaz de morir.Ah no... cierto... no puedes morir.No tienes ninguna vida que entregar.
-Mide tus palabras, joven elfa. No estás en posición de atacar a nadie. No podrías ni tan siquiera acariciarme con esa inútil espada que llevas colgada al cinto.
-No me subestimes, Inmortal.Probablemente sea más joven que tú, Naxtlor. También seré más inexperta en lo que a tiempo se refiere. Pero no pienso tolerar que ni tú, ni nadie me falte al respeto. Mi esencia, mi poder y mi alma, tienen, en el reino de los dioses, la misma valía que los tuyos. No oses lanzar tus ofensas contra mí. Será mejor que las guardes en algún lugar en el que no puedan herir a nadie.
Y dicho esto, Màerwen salió de la sala, la capa del viaje, ya raída, ondeando al son de una brisa inexistente.
Jarrow y Sayer compartieron una atónita mirada y un mismo pensamiento: Si existía alguien en Tirya capaz de hacer callar a un demonio Inmortal, era esa muchacha.

¿Sentimientos?


Sabes lo que siento? Tras esa fachada afable, de dulce engaño, de oculto odio...
¿eres capaz de vislumbrar mis sentimientos?
No son hermosos, no. Tampoco son agradables. Pero, ¿acaso me mientes cuando, susurrándome al oído, alegas conocerme?
Finges saber, presumes de un conocimiento innato que ni en tus mejores sueños podrías llegar a poseer.
No sabes nada acerca de mí, de mis sentimientos, de mis pasiones, de mis pensamientos. Ni siquiera de mis más obvios anhelos. Vives en un burdo saco de tela tejida con mentiras, aislado del mundo, de la vida, y de los sufrimientos con las que ésta hiela nuestras entrañas.
No sabes nada, absolutamente nada. Asume tu ignorancia, y deja que los demás vivamos
nuestras propias ilusiones.

sábado, 13 de febrero de 2010

Mente y fuego


El único sonido que interrumpía el silencio absoluto de la paz de los muertos era el de sus pisadas que, costosamente, avanzaban a través de aquel camino cubierto de la nieve caída en el último mes.
Su capa, negra como la más oscura de las noches, ondeaba al viento, dándole a aquella figura un aspecto imponente y aterrador, muy aterrador.
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando el individuo vislumbró, por fin, las ruinas de Caider, el antiguo castillo del Duque, aunque de él ya quedaba más bien poco. Ahora ocupaba sus estancias el temido mentalista Abrecht, capaz de someter a un ejército entero con un simple sondeo. Probablemente ya sería consciente de su inesperada visita, no había forma de eludirlo, y estaría reuniendo a los guardias y a los magos para que guardaran la entrada y así evitaran que ella entrara. Ingenuos, pensó, mientras una media sonrisa y una siniestra expresión aparecían en su pulido rostro. Ninguno de ellos, ni siquiera todos juntos podrían alcanzarla. Antes de llegar a rozarla tan sólo estarían todos muertos.
Con un rápido sondeo mental se cercioró de que no había nadie en los alrededores a quien debiera evitar y, cansada de guardar las apariencias, decidió ahorrarse una molestia. Lentamente, se quitó los guantes negros que cubrían sus peligrosas manos y se agachó hasta tocar la pulcra y abundante nieve con la punta de los dedos, que ahora, increíblemente, parecían estar al rojo vivo.
La nieve, nada más entrar en contacto con la piel de la misteriosa dama se derritió y, acto seguido, se evaporó como si jamás hubiera estado ahí, dejando paso a una seca y cómoda senda que dirigiría sus pasos hacia la ya tan anhelada fortaleza.
A partir de ahí el camino fue mucho más rápido y llevadero, en apenas unos minutos llegó a su preciado destino, mas se quedó a una cierta distancia, disfrutando, llenándose con el miedo atroz que su sola presencia provocaba en aquellos hombres que habían sido obligados a frenar su avance.
* * *
Aldo, el capitán de la Guardia de Albrecht, vislumbró una figura embozada en una larga capa negra, que impedía reconocer sus rasgos faciales, acercarse a una velocidad prácticamente inhumana hacia ellos.
Tenía miedo, mucho miedo, y eso no era normal en él. Aldo era un hombre valiente y orgulloso, digno de su elevado puesto en la marcada jerarquía de la guardia.
No pudo dejar que sus pensamientos siguieran fluyendo como torrentes: la figura había frenado su vertiginoso avance. Aldo maldijo para sus adentros; parada resultaba mucho más imponente que en movimiento, aunque seguía sin alcanzar a ver su rostro. Un viento inexistente ondeaba su oscura capa, que se movía al son de la brisa, tornándola aún más aterradora, si era posible. Notaba la tensión que reinaba en aquel tenebroso ambiente, que bien se podría haber cortado con un cuchillo. Sentía el miedo del resto de los soldados como el suyo propio y deseaba fervientemente el momento en el que todo acabara, en el que la figura decidiera dar media vuelta y alejarse, para siempre.
Pero eso no iba a suceder tan fácilmente. La figura levantó la mano y, con total parsimonia, se quitó uno de los guantes que llevaba.
Aquella acción fue la chispa que provocó el incendio, y nunca mejor dicho.
Uno de los guardias más recientes tomó ese gesto como una amenaza y accionó su ballesta. A pesar de los rugidos desesperados de Aldo para hacer que no se movieran, el terror pudo los demás y siguieron el ejemplo del novato. Aldo, desquiciado, contempló como decenas de proyectiles se dirigían a gran velocidad hacia el desafortunado forastero.
Pero ni una de las lanzas, picas, saetas o flechas que fueron lanzadas logró alcanzar su objetivo, a pesar de la consabida puntería de aquellos hombres. Aquel individuo había levantado el brazo, la palma de la mano, ahora brillante, mirando hacia ellos. Para asombro de los allí presentes, cuando un proyectil llegaba a un punto cercano a la figura, estallaba en llamas, y sus cenizas caían como lluvia sucia y seca a la pulcra nieve.
Aldo estaba anonadado, ¿qué debía hacer? No sabía a quién se enfrentaban o, mejor dicho, a qué. Pero antes de que aquellos pensamientos tomaran forma en su mente las puertas de la fortaleza se abrieron con un chirriante sonido.
-Vaya, vaya, vaya. Mirad a quien tenemos aquí. ¿ De verdad pensabas que no iba a saber de tu llegada… Màerwen?
Y sucedió lo que todos esperaban; el encapuchado comenzó a quitarse la capucha, para desvelar el rostro de una joven dama, de facciones pálidas y afiladas. Su cabello, rojo como la sangre, caía en ondas como una cascada por su espalda. Y sus ojos… sus ojos eran también rojos, de un color ávido, denotaban inteligencia, madurez… poder.
- No oses jugar conmigo Albrecht, ya no soy aquella inocente muchacha con quien te cruzaste hace diez años.
Albrecht se rió entre dientes y, observando de nuevo a su visita, dijo:
-¿Ah, no?¿Y quién eres, pues?
- Soy Màerwn, hija de Ringëril. Señora de la Torre del Sur y miembro de la Élite Mágica. Me he entrenado mucho, Albrecht. Tus juegos mentales ya no me harán daño.
-Hicimos un trato, mentalista- prosiguió ella- yo cumplí mi parte, y ahora te toca a ti.
-¿Eso es todo? ¿Has cruzado medio continente para conseguir la bolsa de Nindë Isilrá? – Albrecht la contempló alzando una ceja- Aquí la tienes.
Con el chasquido de sus dedos, una pequeña bolsa de terciopelo púrpura apareció a sus pies. Con total parsimonia, se agachó a recogerlo, y cuando lo hubo cogido, comenzó a levantarse. Pero en el último momento lanzó la bolsita como si de una daga se tratase hacia la joven hechicera, acompañada de una letal onda mental que hubiese matado a cualquiera. Sin embargo, ella se limitó a levantar su pálida mano desenguantada y esperar serena a que el ataque llegara. Y cuando lo hizo, no pasó absolutamente nada. Fue como si el ataque nunca se hubiese realizado. Cogió la bolsa al vuelo y, tras comprobar que lo que había en el interior realmente era Nindë Isilrá, se dispuso a marchar. Pero se volvió de nuevo y, mirando fijamente a Albrecht, dijo:
- Un regalo de despedida, mentalista.
Y acto seguido se dio la vuelta para emprender de nuevo el camino de regreso a casa, haciendo a caso omiso al castillo del mentalista que había comenzado a arder sin motivo aparente.

viernes, 5 de febrero de 2010

Quiero volar...


Amanece y el mundo despierta.
En su cama, una niña bosteza mientras abraza a un mullido oso de peluche.
Un hombre bebe en una taza un café cargado mientras lee el periódico e intenta ignorar los ladridos estridentes de su perro.
Fuera, ajeno a todo, un joven camina. No tiene rumbo, sólo avanza.
Tiene un objetivo, un sueño que ansía cumplir.
Y no piensa vivir si no lo consigue. Él...
Quiere volar.
Se oye un graznido. Y otro. Y decenas más.
Y aparece un cuervo. Y otro. Y decenas más.
Comienzan a trazar círculos alrededor del joven. Su cabello de plata baila al son de la canción del batir de cientos de alas.
Cierras los ojos, alza la cabeza. Y sonríe.
Parece feliz.
Y entonces el baile cesa.
Y los cuervos comienzan a alejarse, con su hipnótico vuelo.
El joven abre los ojos. Y grita.
Grita hasta desgañitarse, hasta que su voz se quiebra en un sollozo.
Lágrimas rojas ruedan por sus mejillas.
Suplica su regreso. Suplica que le muestren el secreto de sus alas. Suplica que le dejen ser como ellos.
La fuerza cede y cae de rodillas.
Aquélla había sido su última oportunidad.
Sacó un viejo revólver del bolsillo interior de su gabardina...
Y como no quería vivir si no cumplía su sueño... no vivió.

domingo, 31 de enero de 2010

Maldición


Maldigo. Maldigo el momento en que te vi; el instante en que tus ojos y los míos se

fundieron en una sola mirada.

Maldigo aquel momento. Maldigo la ocasión en que, creyendo en tu embustera palabra,

me arrojé rauda a tus falsamente confortables brazos, creyendo, inocentemente,

encontrar en ellos algún consuelo o ingenua salvación.

Maldigo la noche en que, bajo la tenue luz de una torpe luna, me confesaste tus más

inconfesables secretos. Maldigo el momento en que confién en tus ojos acuosos, tus

palabras vacías y tu voz rota rogando perdón por el dolor que me causaste. Maldigo

ese dolor que me causaste, que ahora me desgarra por dentro, helando mis entrañas,

cada minuto, cada segundo. Cada pálpito, cada maldito latido de mi ya maltrecho

corazón es un sufrimiento insoportable, que hace que mis susurros se tornen gritos

silenciosos. Maldigo haberte amado. Maldición...

Te maldigo a ti.

Dolor


-Dime la primera palabra que encuentres en tu mente, Shayley. Sólo quiero ayudarte.
-Eso es sencillo-respondí-: dolor.
-¿Dolor? ¿Y cómo es ese dolor?- pensando, decidí contestarle y contárselo. Al fin y al cabo, era la única persona que aún no me había traicionado.
-Es... complicado. Es un dolor basado en una sensación, en un presentimiento. Es un dolor que nace de la duda, del propio dolor. Es un dolor infundado. Un sufrimiento psicológico que casi alcanza el dolor físico. Y necesito deshacerme de él, ¿lo entiendes? No puedo más. Necesito que se vaya, que se aleje. Quiero que desaparezca. Quiero ser capaz de hacer que se evapore...No puedo más. Todo esto me supera...
-¿Y por qué quieres deshacerte de él?- abrí los ojos, sorprendida. Para nada me habría esperado aquella respuesta-. No luches contra él. Deja que tu mente y tu cuerpo lo asuman, haz que forme parte de ti. Vive con el dolor, y te harás fuerte. Entonces, y sólo entonces, conseguirás que ese corazón que yace desmadejado y roto en un charco de sangre se haga del más frío de los hielos. Y no volverás a sentir nada más. Es eso lo que quieres, ¿no?
-Sí, supongo que sí...

Rutina


Rutina. Rutina. RUTINA.

Estudias, escribes, lees, hablas, caes, caes y luego te levantas. Lloras, ríes,

temes, anhelas.

Y te decepcionan.

Crees que nada puede ir mejor, y nada más pensarlo, todo pasa, todo cae.

Tu vida se rompe, y se pierden algunos pedazos de forma que, aunque intentes volver a

formar el puzzle, siempre te faltarán las piezas clave para completarlo.

Y encuentras una salida a la agonía, y buscas la compañía.

Y pierdes el tren.

Y eres incapaz de subirte en ningún otro por miedo a la repetición.

Y vuelves a la soledad.

Y tal vez encuentres a alguien con quien compartirla.

Y tal vez no.

Puedes ser feliz, y a la vez dejar de serlo.

Pero eso es cosa del destino, y del recuerdo de un año ya pasado.

No?

Vuela



Cerró los ojos. Tomó aire.

Y alzó el vuelo.

Batía las alas con fuerza, cada vez más rápido, y más. Y más.

Qué maravilloso era poder volar, ver como todo lo que conocía, lo que le había herido

durante tanto tiempo se hacía más y más pequeño en la lejanía de un suelo del que

había despegado las patas hacía rato.

Era una sensación realmente espléndida.

Espectacular.

Y liberadora.

Al fin era LIBRE.

Hasta que entendió que era un engaño.

Demasiado hermoso para ser real.

Y se dio cuenta.

Las plumas, negras como el carbón, comenzaron a desprenderse de su cuerpo y caer,

formando un sinuoso trazo, al vacío.

Una pluma. Y otra. Y otra más.

Era un espectáculo hipnotizante. Hermoso, a la par que siniestro y macabro.

Un joven muchacho se precipitaba al vacío, envuelto en una nube de plumas azabache

que trazaba espirales en torno a él.

Y su cuerpo, su alma y todo lo que allí existiese, dejó de tener vida en el momento

en el que sus ilusiones se estrellaron contra el pétreo suelo.

sábado, 30 de enero de 2010

Sombras


Encaramada a un árbol que dice ser pacífico, resguardada por las hojas de una palmera.
Huyendo de la luz de las farolas, amparada por las sombras discretas.
Visto el negro. Alzo la vista al cielo nocturno. Las estrellas no se dejan ver, se esconden tras un mar de nubes. No quieren que encuentre las respuestas a mis preguntas.
¿Qué respuestas?
¿Qué preguntas?
No hay, no existe fórmula o cuestión con una respuesta final.
No lloro, no pienso.
Me limito a existir, a buscarle un sentido a la vida.
Me limito a intentar encontrarlo.
Me limito a enorgullecerme de ello, desde luego.

viernes, 29 de enero de 2010

Lágrimas de sangre




Porque cuando mire al cielo nocturno de nuevo, no veré más ángeles blandiendo espadas de materiales endebles. Porque ahora...Ahora, las nubes cubren mi cielo, sin forma, grises como mi alma, y las estrellas que se esconden detrás, permanecerán ahí, detrás, escondidas, esperando que un nuevo sentimiento disipe las nubes.
La luna contempla el cambio desde lo alto, y las hojas de un limonero diferente a los demás caen, intentando disipar cierto sufrimiento y borrar el significado.
Porque los errores se pagan... Y olvidar no es tan fácil. Porque hay algo que prevalece, y algo que abandonó su lugar, en algún corazón descompuesto, para siempre...
Y a pesar de todo, se seguirá intentando...
Se hará uso de esa fortaleza que nace del dolor
Y se olvidará.
No?
Y mientras tanto, lloraremos lágrimas de sangre.