Abrí la puerta, ahogándome en mí misma, y tomé una
bocanada de aire.
Mirando al cielo. Quedaba poco para que anocheciera.
Desde ahí no se veían las estrellas, pero las
conocía bien. Podía situarlas. Imaginarlas.
Me dejé caer en una silla sucia, llena de polvo y
telarañas, que había en el balcón. ¿Nadie la había usado?
Me dejé caer, agotada por mi propia presencia.
Me dejé caer y tomé aire de nuevo, esta vez
inhalando el amargor del humo de un cigarrillo imaginario.
Exhalé el humo, vaho,
lentamente, cerrando los ojos y controlando el temblor.
El frío con el que se asomaba, tímida, la luna,
trajo consigo un escalofrío que me recorrió desde la punta de los pies hasta el
nacimiento de las orejas.
El frío de la noche, que había sido testigo de tantas
horas de calidez, heló las entrañas de esa madeja de alma de espino enredado
que, sentada en la silla de polvo, daba caladas a un cigarrillo de recuerdos.
Una luz se encendió en el edificio de enfrente, se
abrió la puerta de la terraza y una silueta se dibujó a contraluz, saliendo,
como una exhalación, del interior de la vivienda. Frenó de golpe al llegar a la
baranda, los largos tirabuzones, siguiendo la inercia del movimiento,
chasquearon en el aire como un látigo para después desparramarse sobre su
rostro. Era una imagen cautivadora. Los nudillos, blancos por la fuerza con que
se aferraba a la baranda; las lágrimas, precipitándose al vacío; el vaho, humo,
rodeando su cuello como una soga. Era la viva imagen de la desesperación. Y,
como otra exhalación, tras hacer un brusco movimiento con el brazo, con el que
pareció difuminar el rastro de un llanto fugaz, volvió a desaparecer tras las
cortinas de la terraza.
Apenas fueron unos segundos, y yo no podía dejar de
mirar la suave ondulación de aquellas cortinas, que bailaban al son de la brisa
nocturna.
La silla de polvo se rompió, tornando sus astillas en
abrojos neuronales; y la triste madeja del cigarro de recuerdos se quedó allí,
desmadejada en la noche.