viernes, 24 de diciembre de 2010

Sueña


Tenía siete años y contemplaba el ir y venir de la sociedad con la perspectiva que sólo reside en la inocencia infantil.
Creía en Papá Noel, el Ratoncito Pérez y - ¿por qué no?- también en las hadas y los dragones. Tenía muy claro que algún día viviría en uno de esos grandes y lujosos castillos, con una de esas altas e imponentes torres, custodiada por uno de esos malvados dragones escupefuego. Sabía que uno de esos jóvenes y apuestos príncipes – con un intelecto digno de mención, aunque aparentemente cuestionable- iría en su busca, absolutamente enamorado de ella – aun sin haberla visto antes-, para rescatarla, y ambos partirían hacia ricas tierras lejanas montados en uno de esos blancos corceles - sin siquiera algo de agua en las alforjas-.
También pensaba que en Navidad un espíritu invisible eliminaba los rencores existentes antes de la época entre la familia; que se sentaban a la mesa y que las sonrisas no eran falsas, sino sinceras- a pesar de que habían abjurado unos de los otros en marzo, julio, o noviembre-. Daba por sentado, a su vez, que aquello que se palpaba en el ambiente era el halo de la más absoluta felicidad – y no de las tensiones subyacentes.
-¿Quieres que te lea el futuro?- preguntó un compañero de su clase.
-¡Claro!- contestó, ilusionada. Por fin iba a confirmar sus sueños. Un palacio, una torre, un dragón y un príncipe encantador. Sabía que lo lograría.
-Pues enséñame la palma de la mano- cuando ella lo hizo, el muchacho continuó-. Veo una casa grande -¡Una casa grande! Sus sueños se empezaban a cumplir -, y también… también veo una piscina-¿Una piscina? Bueno, bien podía ser un lago. Mejor, así su príncipe tendría un monstruo más al que vencer-. ¿Quieres verla?
Ella asintió. ¿Qué extraña magia poseería aquel chiquillo?
Entonces el niño escupió en la palma abierta de la niña alejándose corriendo y riendo con los demás.