domingo, 27 de junio de 2010

La presa


Nada más poner un pie en el andén, me veo sumergida en una marea de gente que me arrastra hacia la salida.
Una vez fuera, contemplo a la exhuberante cantidad de gente propulsarse fuera de la boca del Metro, asimilando a una vomitoria de un antiguo anfiteatro romano.
Independiente ya de aquel conjunto, comienzo a caminar.
Tengo que llegar.
Paso al lado de un ángel caído de tez grisácea y alas muertas. Saludo, pero él me ignora, está clamando furioso al cielo mientras intenta mantener la dignidad cuando de algún punto cercano a sus extremidades comienza a salir agua.
Continúo mi camino. Durante mi paseo percibo a gente que ansía colorear las rosas cmo si se tratasen de los naipes jardineros del País de las Maravillas. No entienden que han perdido su brillo, no pueden devolvérselo.
No lo entienden.
Unas rosas vivas. Otras muertas. Rojas, blancas, rosas. Negras. Son las consecuencias de lo intocable.
Salgo de aquel laberinto.
Porque tengo que llegar.
Dejo de caminar, y comienzo a correr. Esquivo cada obstáculo que se interpone en mi camino, cada persona que habla, interrumpiendo mis pensamientos, es callada por un sentimiento aún mayor.
Urgencia.
La necesidad de una nueva presa me seca la garganta, me enfría el sudor, agiliza mis pies. Hace que me mueva más y más rápido.
Me introduzco en el verdor, nadie reparará en mi presencia aquí.
Deslizándome entre las sombras del baile de fuego y lazos, beso a una sirena y me zambullo en un estanque de carpas y recuerdos.
Porque lo he visto. He visto a mi presa.
Y tengo que llegar. Cuanto antes mejor.
Descansa tranquila, mi presa. Reposa su cuerpo en un banco de madera más que podrida.
Soy invisible. Hay demasiada gente, demasiados pensamientos. Por ello, nadie repara en mí. Sigilosa, me acerco a mi presa. El mundo permanece impasible.
Me abalanzo sobre mi presa, atrapándola entre mis manos.
Entonces corro.
Sin parar. Sin mirar atrás.
Y cuando me cercioro de que nadie ha contemplado mi cacería, sólo entonces, me permito deleitarme con mi reciente adquisición.
Deslizo mis dedos por su lomo. Cierro los ojos y noto el relieve de sus letras doradas. Maravillada, paso las páginas. Una tras otra. Hasta que no quedan más páginas por leer.
Oculta tras las ramas del sauce que se apiada de mi soledad, sonrío.
Porque no estoy sola. Los tengo a ellos.
Devoralibros, me llaman.

Una batalla singular


La sangre cae del cielo y se derrama por mi rostro.
El suelo resbala con la lluvia propia del campo de batalla; mi armadura es tan ligera...
Parsimonioso, recojo una espada del suelo, y la agarro por el filo, sintiendo, de nuevo, la tibieza de la lluvia deslizándose por mi mano. Levanto la cabeza y veo como un soldado se acerca a mí, lentamente, sin gritar, lanza en ristre. Lo esquivo con tranquilidad y hundo la empuñadura de mi espada en su corazón.
No se queja.
No grita.
Tan sólo me mira, calla y muere.
Porque eso es lo que caracteriza a un campo de batalla.
El silencio.
No hay gritos de guerra, no hay alaridos de dolor. Los caballos no relinchan. No resoplan.
Lo único que se escucha es el metal contra metal tarareando una canción de sangre y muerte, y el sonido de los cuerpos, desprovistos de vida ya, cayendo al suelo.
El último estandarte enemigo cae, con lentitud, al suelo, levantando tal nube de polvo que hace que los que quedamos en pie tengamos que tumbarnos en el suelo.
Hemos ganado.
Poco a poco, nos vamos levantando.
Uno a uno, y recogiendo los cuerpos amigos que encontramos, iniciamos el camino de regreso a casa.
Hemos ganado.
El retorno se hace, para no variar, en silencio. No hay nada que comentar, tan sólo venimos de una guerra más.
Cuando las puertas de la ciudad se abren sólo para nosotros, iniciamos nuestra “entrada de triunfo”.
Como siempre, al vernos, los hombres, llenos de dolor, rompen a llorar; las mujeres, con rostro de consternación, los envuelven en un abrazo consolador.
Cuando llegan los cuerpos de los difuntos en batalla, los hombres dejan de llorar, las mujeres sonríen y todos estallan en vítores.
Ésta era, al fin y al cabo, una guerra más