viernes, 19 de febrero de 2010

Rosas y recuerdos


Calla. Calla. Calla ¡CALLA!
Corre. Corre. Corre. ¡CORRE!
Las voces del viento susurran tu regreso, susurran tu ausencia. No me dejan pensar.
Las hojas trazan un sinuoso, a la par que violento baile en torno a mí. La lluvia cae y mis pies se hunden en el barro cada vez que mi calzado roza el suelo. El cielo es un triste espectáculo gris nubloso. La niebla acaricia mis pies otorgándole a la escena un interesante tono tétrico. Me cuesta tanto avanzar…
Siento un dolor punzante en la planta del pie, enseguida bañada por la calidez metálica de la sangre. La niebla se disipa y dirijo la mirada al suelo. Estoy descalza. ¿Cuándo he perdido mis zapatos? Ya no hay barro. Ya no hay niebla. Ya no hay suelo. Ahora hay rosas. Sólo rosas. Rosas blancas. Bellas y traicioneras. Sus espinas laceran mis pies sin piedad, mientras abren sus impolutos pétalos, dándome a entender su superioridad en hermosura. Mi vestido hace rato que ha dejado de ser blanco, para tornarse marrón sucio. Las hojas y el viento se han enseñado con mis cabellos haciendo que parezcan un amasijo de llamas rojizas.
Corre. Corre. Corre. ¡CORRE!
Calla. Calla. Calla. ¡CALLA!
Continúo corriendo, ignorando las espinas que se clavan en mis sangrantes pies a cada paso, siguiendo la senda de rosas blancas que ha aparecido ante mí, haciendo desaparecer todo lo demás; la senda que me conducirá a un destino conocido. Conozco el vinal del sendero. “Recuerdo” el final del sendero. Una hermosa casa. Un hermoso rostro. Una hermosa sonrisa. Un hermoso recuerdo. Y, desde luego, una probable desilusión.
Y cuando el sabor dulzón de la traición acaricie mi corazón, el fuego de mi cabello incendiará mi cuerpo, y las cenizas de mi cuerpo adornarán aquel jardín. Y un nuevo rosal surgirá, para guiar a otra alma traicionada, haciendo que mi recuerdo perdure para siempre.

domingo, 14 de febrero de 2010

Longevidad



-¡Ya basta!Es suficiente- susurró con suavidad. Apartó la mano del pomo de su espada y se retiró con ella un mechón de pelo de la cara-. Es todo tan confuso. Es todo tan... extraño. ¿Cómo podría explicarlo yo? ¿A quién se lo voy a explicar? ¿Acaso a ti? Tú, que has vivido esto durante más de ochocientos años; tú, que has sufrido más traiciones de las que puedes contar. Tú, a quien los dioses bendijeron con la longevidad y maldijeron con el recuerdo y el dolor. ¿A cuántos has perdido, Naxtlor? ¿A cien?¿Quinientos? ¿Tal vez mil? Dicen que la inmortalidad es un don entregado a pocos elegidos, seres de gran poder. Dicen que es un regalo de los dioses, poder vivir casi tanto como ellos.Pero también hay quien dice que es una maldición. Ver morir a tus seres queridos, a aquellos seres a los que has amado durante una significativa parte de tu penosa existencia. Seres por los que habrías sido capaz de morir.Ah no... cierto... no puedes morir.No tienes ninguna vida que entregar.
-Mide tus palabras, joven elfa. No estás en posición de atacar a nadie. No podrías ni tan siquiera acariciarme con esa inútil espada que llevas colgada al cinto.
-No me subestimes, Inmortal.Probablemente sea más joven que tú, Naxtlor. También seré más inexperta en lo que a tiempo se refiere. Pero no pienso tolerar que ni tú, ni nadie me falte al respeto. Mi esencia, mi poder y mi alma, tienen, en el reino de los dioses, la misma valía que los tuyos. No oses lanzar tus ofensas contra mí. Será mejor que las guardes en algún lugar en el que no puedan herir a nadie.
Y dicho esto, Màerwen salió de la sala, la capa del viaje, ya raída, ondeando al son de una brisa inexistente.
Jarrow y Sayer compartieron una atónita mirada y un mismo pensamiento: Si existía alguien en Tirya capaz de hacer callar a un demonio Inmortal, era esa muchacha.

¿Sentimientos?


Sabes lo que siento? Tras esa fachada afable, de dulce engaño, de oculto odio...
¿eres capaz de vislumbrar mis sentimientos?
No son hermosos, no. Tampoco son agradables. Pero, ¿acaso me mientes cuando, susurrándome al oído, alegas conocerme?
Finges saber, presumes de un conocimiento innato que ni en tus mejores sueños podrías llegar a poseer.
No sabes nada acerca de mí, de mis sentimientos, de mis pasiones, de mis pensamientos. Ni siquiera de mis más obvios anhelos. Vives en un burdo saco de tela tejida con mentiras, aislado del mundo, de la vida, y de los sufrimientos con las que ésta hiela nuestras entrañas.
No sabes nada, absolutamente nada. Asume tu ignorancia, y deja que los demás vivamos
nuestras propias ilusiones.

sábado, 13 de febrero de 2010

Mente y fuego


El único sonido que interrumpía el silencio absoluto de la paz de los muertos era el de sus pisadas que, costosamente, avanzaban a través de aquel camino cubierto de la nieve caída en el último mes.
Su capa, negra como la más oscura de las noches, ondeaba al viento, dándole a aquella figura un aspecto imponente y aterrador, muy aterrador.
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando el individuo vislumbró, por fin, las ruinas de Caider, el antiguo castillo del Duque, aunque de él ya quedaba más bien poco. Ahora ocupaba sus estancias el temido mentalista Abrecht, capaz de someter a un ejército entero con un simple sondeo. Probablemente ya sería consciente de su inesperada visita, no había forma de eludirlo, y estaría reuniendo a los guardias y a los magos para que guardaran la entrada y así evitaran que ella entrara. Ingenuos, pensó, mientras una media sonrisa y una siniestra expresión aparecían en su pulido rostro. Ninguno de ellos, ni siquiera todos juntos podrían alcanzarla. Antes de llegar a rozarla tan sólo estarían todos muertos.
Con un rápido sondeo mental se cercioró de que no había nadie en los alrededores a quien debiera evitar y, cansada de guardar las apariencias, decidió ahorrarse una molestia. Lentamente, se quitó los guantes negros que cubrían sus peligrosas manos y se agachó hasta tocar la pulcra y abundante nieve con la punta de los dedos, que ahora, increíblemente, parecían estar al rojo vivo.
La nieve, nada más entrar en contacto con la piel de la misteriosa dama se derritió y, acto seguido, se evaporó como si jamás hubiera estado ahí, dejando paso a una seca y cómoda senda que dirigiría sus pasos hacia la ya tan anhelada fortaleza.
A partir de ahí el camino fue mucho más rápido y llevadero, en apenas unos minutos llegó a su preciado destino, mas se quedó a una cierta distancia, disfrutando, llenándose con el miedo atroz que su sola presencia provocaba en aquellos hombres que habían sido obligados a frenar su avance.
* * *
Aldo, el capitán de la Guardia de Albrecht, vislumbró una figura embozada en una larga capa negra, que impedía reconocer sus rasgos faciales, acercarse a una velocidad prácticamente inhumana hacia ellos.
Tenía miedo, mucho miedo, y eso no era normal en él. Aldo era un hombre valiente y orgulloso, digno de su elevado puesto en la marcada jerarquía de la guardia.
No pudo dejar que sus pensamientos siguieran fluyendo como torrentes: la figura había frenado su vertiginoso avance. Aldo maldijo para sus adentros; parada resultaba mucho más imponente que en movimiento, aunque seguía sin alcanzar a ver su rostro. Un viento inexistente ondeaba su oscura capa, que se movía al son de la brisa, tornándola aún más aterradora, si era posible. Notaba la tensión que reinaba en aquel tenebroso ambiente, que bien se podría haber cortado con un cuchillo. Sentía el miedo del resto de los soldados como el suyo propio y deseaba fervientemente el momento en el que todo acabara, en el que la figura decidiera dar media vuelta y alejarse, para siempre.
Pero eso no iba a suceder tan fácilmente. La figura levantó la mano y, con total parsimonia, se quitó uno de los guantes que llevaba.
Aquella acción fue la chispa que provocó el incendio, y nunca mejor dicho.
Uno de los guardias más recientes tomó ese gesto como una amenaza y accionó su ballesta. A pesar de los rugidos desesperados de Aldo para hacer que no se movieran, el terror pudo los demás y siguieron el ejemplo del novato. Aldo, desquiciado, contempló como decenas de proyectiles se dirigían a gran velocidad hacia el desafortunado forastero.
Pero ni una de las lanzas, picas, saetas o flechas que fueron lanzadas logró alcanzar su objetivo, a pesar de la consabida puntería de aquellos hombres. Aquel individuo había levantado el brazo, la palma de la mano, ahora brillante, mirando hacia ellos. Para asombro de los allí presentes, cuando un proyectil llegaba a un punto cercano a la figura, estallaba en llamas, y sus cenizas caían como lluvia sucia y seca a la pulcra nieve.
Aldo estaba anonadado, ¿qué debía hacer? No sabía a quién se enfrentaban o, mejor dicho, a qué. Pero antes de que aquellos pensamientos tomaran forma en su mente las puertas de la fortaleza se abrieron con un chirriante sonido.
-Vaya, vaya, vaya. Mirad a quien tenemos aquí. ¿ De verdad pensabas que no iba a saber de tu llegada… Màerwen?
Y sucedió lo que todos esperaban; el encapuchado comenzó a quitarse la capucha, para desvelar el rostro de una joven dama, de facciones pálidas y afiladas. Su cabello, rojo como la sangre, caía en ondas como una cascada por su espalda. Y sus ojos… sus ojos eran también rojos, de un color ávido, denotaban inteligencia, madurez… poder.
- No oses jugar conmigo Albrecht, ya no soy aquella inocente muchacha con quien te cruzaste hace diez años.
Albrecht se rió entre dientes y, observando de nuevo a su visita, dijo:
-¿Ah, no?¿Y quién eres, pues?
- Soy Màerwn, hija de Ringëril. Señora de la Torre del Sur y miembro de la Élite Mágica. Me he entrenado mucho, Albrecht. Tus juegos mentales ya no me harán daño.
-Hicimos un trato, mentalista- prosiguió ella- yo cumplí mi parte, y ahora te toca a ti.
-¿Eso es todo? ¿Has cruzado medio continente para conseguir la bolsa de Nindë Isilrá? – Albrecht la contempló alzando una ceja- Aquí la tienes.
Con el chasquido de sus dedos, una pequeña bolsa de terciopelo púrpura apareció a sus pies. Con total parsimonia, se agachó a recogerlo, y cuando lo hubo cogido, comenzó a levantarse. Pero en el último momento lanzó la bolsita como si de una daga se tratase hacia la joven hechicera, acompañada de una letal onda mental que hubiese matado a cualquiera. Sin embargo, ella se limitó a levantar su pálida mano desenguantada y esperar serena a que el ataque llegara. Y cuando lo hizo, no pasó absolutamente nada. Fue como si el ataque nunca se hubiese realizado. Cogió la bolsa al vuelo y, tras comprobar que lo que había en el interior realmente era Nindë Isilrá, se dispuso a marchar. Pero se volvió de nuevo y, mirando fijamente a Albrecht, dijo:
- Un regalo de despedida, mentalista.
Y acto seguido se dio la vuelta para emprender de nuevo el camino de regreso a casa, haciendo a caso omiso al castillo del mentalista que había comenzado a arder sin motivo aparente.

viernes, 5 de febrero de 2010

Quiero volar...


Amanece y el mundo despierta.
En su cama, una niña bosteza mientras abraza a un mullido oso de peluche.
Un hombre bebe en una taza un café cargado mientras lee el periódico e intenta ignorar los ladridos estridentes de su perro.
Fuera, ajeno a todo, un joven camina. No tiene rumbo, sólo avanza.
Tiene un objetivo, un sueño que ansía cumplir.
Y no piensa vivir si no lo consigue. Él...
Quiere volar.
Se oye un graznido. Y otro. Y decenas más.
Y aparece un cuervo. Y otro. Y decenas más.
Comienzan a trazar círculos alrededor del joven. Su cabello de plata baila al son de la canción del batir de cientos de alas.
Cierras los ojos, alza la cabeza. Y sonríe.
Parece feliz.
Y entonces el baile cesa.
Y los cuervos comienzan a alejarse, con su hipnótico vuelo.
El joven abre los ojos. Y grita.
Grita hasta desgañitarse, hasta que su voz se quiebra en un sollozo.
Lágrimas rojas ruedan por sus mejillas.
Suplica su regreso. Suplica que le muestren el secreto de sus alas. Suplica que le dejen ser como ellos.
La fuerza cede y cae de rodillas.
Aquélla había sido su última oportunidad.
Sacó un viejo revólver del bolsillo interior de su gabardina...
Y como no quería vivir si no cumplía su sueño... no vivió.