sábado, 3 de abril de 2010


¿Lloras?
¿Ríes?
Cualquiera lo descubre.
Tibias lágrimas surcan tu rostro y hielan tus mejillas. Sin embargo, una cálida sonrisa ilumina esa tristeza; una risa sincera, cantarina.
¿Lloras?
Tus cabellos de plata danzan al son de una brisa que tararean tus recuerdos.
Sin embargo, no se mueven. ¿Es posible? No encuentro la respuesta.
Los bajos de tu vestido parecen arrastrar dolor, adherido al barro que ensucia la tela. ¿Es terciopelo? ¿O tal vez seda? No soy capaz de recordarlo. Te pareces tanto a ti; y a la vez, estás tan lejos de captar tu esencia…
La colorida imagen del sonrojo de tus mejillas desborda los hilos de mi conciencia. Ese color parece tan lejano ahora. El ardor que albergaban tus grandes ojos negros ha tornado en gélida seriedad. Níveas son ahora tus pupilas, y fríos como el hielo tus labios, que antaño desprendían tanto calor.
Rodeo tu cintura con mis brazos, pero ahora tu cuerpo no se amolda al mío con tanta facilidad. Tu dureza impertérrita se me clava en el corazón.
¿Cómo ha llegado a pasar esto?
Dicen que yaces bajo mis pies, pero no siento tus cabellos enredarse en mis tobillos. Me arrodillo, y palpo con mis manos congeladas el barro que en su día manchó tu vestido.
Y lo leo. Epitafio, lo llaman. Siento el mundo resquebrajarse. Ansío morir, estar a tu lado. Como antaño solía.
“Sit tibi terra levis”